Mitos y creencias de nuestra tierra

Nustra tierra tenía infinidad de creencias, algunas ya perdidas y otras persisten hasta nuestros días aunque sea de forma velada, sin aceptarse del todo.

Brujas en el cielo
Se decía que las brujas eran ancianas que practicaban cosas malas y que desempeñaban sus acciones en la clandestinidad de sus casas. 
Nunca se dijo que en nuestro pueblo hubiera alguna y solo se comentaba de su existencia y se hablaba de ellas, a veces, como narraciones sobre su existencia y sobre el hecho de que alguien estaba hechizado, pero nada más. Tal vez, siempre tuvimos la idea de que las brujas eran de otros lugares o no tenían un pueblo en específico, simplemente existían.

Se decía que tenían la capacidad de  "enechizar" y lo hacían principalmente con brebajes.
Decían también que por las noches, se transportaban de un lugar a otro en forma de bola de fuego.

Brujas en forma de lechuza
A veces, se recurría a ellas para lograr el amor de alguien o para evitar que se fuera, sin embargo, eso solo eran comentarios en pláticas anecdóticas sin que nadie se lo tomará realmente en serio.
Se decía también que las brujas se convertían en lechuza y esa era la razón de que los niños teníamos miedo a esas enigmáticas avecillas rapaces que eran comumes en los ventanales circulares del viejo templo de nuestro pueblo.
Su sonido característico y aleteo era característico para los que vivíamos cerca de esas viejas edificaciones que persisten hasta nuestros días solo en recuerdos vagos de nuestra memoria.

Las lechuzas, eran aves rapaces comunes en nuestro rancho que se alimentaban de ratones y se les veía después de obscurecer.
Igual que ellas, los tecolotes se escuchaban en los troncos de los grandes y viejos fresnos que crecían al lado del río.
La realidad es que la creencia que los mayores infundían a los chiquillos de que las lechuzas eran brujas de las que había qué cuidarse, era una forma de hacer que los niños andaliegos se recogieran en sus casas a más tardar al obscurecer.

Cosas de coyotes
Muchos de nosotros escuchamos de niños las creencias de nuestros abuelos y narraciones sobre los coyotes, pero no solo eso, sino que incluso, en nuestros años de niñez estuvimos muy cerca de ellos.

Se decía que si se andaba en el cerro era común que de pronto se sintiera una especie de incapacidad para moverse y alejase del lugar y eso, era  porque un coyote te había echado el vaho para no ser atacado por nosotros y él, simplemente, exalaba y se iba del lugar dejándonos ahí petrificados, en un estado similar a una crisis de pánico.



Nuestra niñez fue peculiar en muchos aspectos y seguro que para muchos de nosotros era cotidiano saber de lo que hacían los coyotes a nuestros gallineros.
Y es que lo que no entendíamos era, cómo hacían estos animales salvajes para sacar a las gallinas de los gallineros que tan cuidadosamente cerrabamos por las tardes cuando iba a obscurecer.

Los gallineros de las casas de la orilla de nuestro rancho eran de piedra y techo de varas que se cubrían con las cenizas de los fogones en los que nuestras madres hacían las tortillas y cocinaban con leña.

Esas casas, estaban llenas de gallinas y guajolotes que se adueñaban de sus amplios patios y corrales de esos años y cada tarde, a la misma hora y de forma invariable, los niños de nuestro tiempo corríamos tras los gallos reveldes que se negaban a entrar al gallinero y algún guajolote que se hacía el despistado y elegía la rama más alta de alguna higuerilla para pasar la noche, convirtiéndose así, en presa fácil para el coyote que de alguna forma, lograba bajarlo del lugar para al día siguiente, solo dejar las plumas de esa ave en desgracia en los llanos de la orilla del rancho. 

Entender cómo había hecho el coyote para bajarlo de la rama era más fácil que entender cómo hacía para quitar las piedras de la entrada de la puesta del gallinero tan cuidadosamente acomodadas por nosotros la tarde previa,  por las noches, a veces ya en nuestras camas o en la cena, escuchar ahullar a lo lejos la jauría de ellos era cosa común.

Las onzas, cazadoras perfectas
Pero no eran solo los coyotes de los que había que cuidar nuestros gallineros; había que hacerlo también de las onzas, la especie de comadreja de nuestra tierra. 

Las onzas eran unas descaradas cazadoras que burlaban cualquien agujero de los gallineros de piedra de aquellos años y, a diferencia del coyote, ellas solo roían la cabeza de las guajolotas y nunca entendíamos las artimañas de las que se valías porque no nos dabamos cuenta hasta el día siguiente en que temprano, al quitar las piedras de la puerta del gallinero  y luego de ver correr aprisa las aves para salir de él, que una guajolota triste y pensativa había sido roída de la cabeza.
A veces, no había de otra y teníamos que encerrar al animal en desgracia bajo un chunde porque tal pareceía que la onza ya la había elegido pues a ningún otro animal, fuera gallina, pollo, gallo o guajolote roía, más que a ella.

Salta pared
Es una avecilla simpática y agradable que con toda seguridad, la mayoría conocemos y hemos visto, más de una vez en nuestras casas.
Se decía que si uno de estos pajarillos iba a tu casa, era augurio que tendrías visita y como niños, eso era motivo para ponernos felices porque seguro sería tu abuelita que aprovecharía para darte una moneda o llevarte fruta, por lo que escuchar su canto y ver sus alegres saltos de pared en pared, era motivo de gran alegría.

Toloache
Aunque en nuestro pueblo no se cree en las propiedades del toloache para enamorar -por supuesto, no sirve para ello- nuestra tierra en un lugar ferfecto para su crecimiento y tiene dos especies endémicas: una en las calles de nuestro pueblo y otra, en la manga, en los llanos de los Mejía.
El toloache, según decían los abuelos, servía a las mujeres para mantener cautivos a los hombres que amaban; obvio, su uso tiene más de pergudicial que para lo que se decía servir y usarse.
El simple hecho de oler su flor causa un dolor de cabeza que puede ser extremo, acompañado de nauseas, vómito y una somnolencia extrema y desagradable.
¡Ni se te ocurra intentar dar toloache!

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